Si tuviese que escribir un post sobre La Haya me bastarían apenas cinco líneas. Una para advertir que La Haya es la capital política de Holanda donde se encuentra el Parlamento y la casita de la Reina; otra línea para mencionar que también se ubica la famosa Corte Internacional que resuelve conflictos como el del mar entre Perú y Chile; una tercera para recomendar que existe un fascinante museo dedicado al genial Escher; una cuarta para invitarte a caminar por las dunas y playas artificiales de Scheveningen, y finalmente, una para sugerir una fugaz visita a Delft. En Holanda estuve durante 18 meses aunque nunca viví en ella. Viví en una burbuja; encapsulado, lejos y ajeno a lo que sucedía en ese país naranja. ¿Se imaginan? Una burbuja por dieciocho meses.
En mi burbuja, nunca necesité del trabajo pero había dinero disponible en los cajeros. Estudiar fue un buen pretexto para vivir descalzo y sin paraguas. Las cervezas crecían silvestres en las esquinas. Olí, escuché, lamí, toqué, aluciné (o traté) todo lo que estuve a mi alcance. Fui feliz estrechando manos negras suaves, amarillas pálidas, blancas crudas, canelas tostadas, azules callosas. Percibí que la belleza viene en múltiples colores. Que somos tan iguales todos en una carcajada. Descubrí riquezas en cada esquina del mundo, en los más variados matices y en los más diversos olores. Sembré amigos por todos los continentes. Agradezco mucho la confianza. Fui un coleccionista de secretos. Descubrí pronto que todos los corazones laten más o menos lo mismo. Era feliz despertando en el 115. Pero si me preguntas, cuál fue la dirección de mi casa, no sabría qué decirte.
De mi burbuja bajaba una vez a la semana para abastecerme de víveres en un lugar llamado Albert Heijn (si se escribe así) y regresaba raudo luego de sustraerme entre mis compras un buen filete de lomo. Hubiese querido hacer más maestrías. Cuando recuerdo La Haya, pienso que debí haber abrazado más colores, vestido más disfraces, probado más sabores, trepado no uno sino dos árboles o nadado más en el gélido océano. Descubrí que no hay diferencias cuando la lluvia nos moja. Que el calor de un abrazo es más cálido cuando viene de cuatro brazos. Era feliz despertando en el 115 al mediodía. Pero si me preguntas cómo se dice “hola” o “amigo” en dutch, pues no sabría qué decirte. Así que de Holanda no les contaré mucho más que quesos, tulipanes, sexo y marihuana. Lo que un buen turista podría contarles visitando un fin de semana Ámsterdam.
En esta burbuja mis habilidades despertaron o exponencialmente incrementaron. La comida me salía deliciosa, jugaba mejor el balón, sincronizaba mejor bailando. Hasta fui más atractivo o menos repulsivo como quiera verse. Cuantas veces desperté en el 115 al mediodía para volver acostarme hasta muy salida la noche. En mi burbuja, no había un horario. Hubiese querido que tampoco existiese el tiempo. Cuando pienso en La Haya creo que debí comer menos trigo y beber más cebada.
En mi burbuja se vivía un ágape. Muchos nos sentimos (más) socialistas; por supuesto, a veces sonó angurriento y posero, pero desde la burbuja, pensábamos que podíamos cambiar el mundo. Quizás fue cierto, jugábamos a ser unos barbudos; unos románticos izquierdistas. Pero descubrí que no existe mucha diferencia entre tus sueños y los míos. Hubiese querido creer en las revoluciones; esas que parten desde abajo y desde izquierda. Pero si me preguntas qué modelo de desarrollo debemos seguir para aliviar la pobreza, lo confieso, dudaría qué decirte.
Por supuesto, hubo episodios estresantes con amanecidas dobles de trabajo académico para cumplir reportes de cómo mejorar como humanos. Al fin y al cabo, de eso se trata una maestría. Me di cuenta paulatinamente que la tragedia peruana es la tragedia indonesa como lo es la tragedia sudanesa. Pero si me preguntas si creo que existen posibles soluciones a nuestros conflictos, te confieso preferiría quedarme en silencio.
Por supuesto, también hubo momentos difíciles, oscuros y pantanosos que inundaron mi burbuja, pero no puedo quejarme y sólo asumir las consecuencias. Conocí el dolor y la amargura. Supe que puedo hacer mucho daño y conocí lo pesada que puede ser la culpa. Descubrí que no hay diferencias entre tus lágrimas y las mías; que somos todos tan indefensos cuando desnudos. Aún así, si pusiese todo en una balanza, estoy seguro que pesarían más esos buenos momentos. Pero si me preguntas si somos así por naturaleza, te confieso, no sabría qué decirte. Las burbujas no son eternas ni tampoco realidades enraizadas. Un día desperté y ya no era el 115. Estaba en India.
En mi burbuja, nunca necesité del trabajo pero había dinero disponible en los cajeros. Estudiar fue un buen pretexto para vivir descalzo y sin paraguas. Las cervezas crecían silvestres en las esquinas. Olí, escuché, lamí, toqué, aluciné (o traté) todo lo que estuve a mi alcance. Fui feliz estrechando manos negras suaves, amarillas pálidas, blancas crudas, canelas tostadas, azules callosas. Percibí que la belleza viene en múltiples colores. Que somos tan iguales todos en una carcajada. Descubrí riquezas en cada esquina del mundo, en los más variados matices y en los más diversos olores. Sembré amigos por todos los continentes. Agradezco mucho la confianza. Fui un coleccionista de secretos. Descubrí pronto que todos los corazones laten más o menos lo mismo. Era feliz despertando en el 115. Pero si me preguntas, cuál fue la dirección de mi casa, no sabría qué decirte.
De mi burbuja bajaba una vez a la semana para abastecerme de víveres en un lugar llamado Albert Heijn (si se escribe así) y regresaba raudo luego de sustraerme entre mis compras un buen filete de lomo. Hubiese querido hacer más maestrías. Cuando recuerdo La Haya, pienso que debí haber abrazado más colores, vestido más disfraces, probado más sabores, trepado no uno sino dos árboles o nadado más en el gélido océano. Descubrí que no hay diferencias cuando la lluvia nos moja. Que el calor de un abrazo es más cálido cuando viene de cuatro brazos. Era feliz despertando en el 115 al mediodía. Pero si me preguntas cómo se dice “hola” o “amigo” en dutch, pues no sabría qué decirte. Así que de Holanda no les contaré mucho más que quesos, tulipanes, sexo y marihuana. Lo que un buen turista podría contarles visitando un fin de semana Ámsterdam.
En esta burbuja mis habilidades despertaron o exponencialmente incrementaron. La comida me salía deliciosa, jugaba mejor el balón, sincronizaba mejor bailando. Hasta fui más atractivo o menos repulsivo como quiera verse. Cuantas veces desperté en el 115 al mediodía para volver acostarme hasta muy salida la noche. En mi burbuja, no había un horario. Hubiese querido que tampoco existiese el tiempo. Cuando pienso en La Haya creo que debí comer menos trigo y beber más cebada.
En mi burbuja se vivía un ágape. Muchos nos sentimos (más) socialistas; por supuesto, a veces sonó angurriento y posero, pero desde la burbuja, pensábamos que podíamos cambiar el mundo. Quizás fue cierto, jugábamos a ser unos barbudos; unos románticos izquierdistas. Pero descubrí que no existe mucha diferencia entre tus sueños y los míos. Hubiese querido creer en las revoluciones; esas que parten desde abajo y desde izquierda. Pero si me preguntas qué modelo de desarrollo debemos seguir para aliviar la pobreza, lo confieso, dudaría qué decirte.
Por supuesto, hubo episodios estresantes con amanecidas dobles de trabajo académico para cumplir reportes de cómo mejorar como humanos. Al fin y al cabo, de eso se trata una maestría. Me di cuenta paulatinamente que la tragedia peruana es la tragedia indonesa como lo es la tragedia sudanesa. Pero si me preguntas si creo que existen posibles soluciones a nuestros conflictos, te confieso preferiría quedarme en silencio.
Por supuesto, también hubo momentos difíciles, oscuros y pantanosos que inundaron mi burbuja, pero no puedo quejarme y sólo asumir las consecuencias. Conocí el dolor y la amargura. Supe que puedo hacer mucho daño y conocí lo pesada que puede ser la culpa. Descubrí que no hay diferencias entre tus lágrimas y las mías; que somos todos tan indefensos cuando desnudos. Aún así, si pusiese todo en una balanza, estoy seguro que pesarían más esos buenos momentos. Pero si me preguntas si somos así por naturaleza, te confieso, no sabría qué decirte. Las burbujas no son eternas ni tampoco realidades enraizadas. Un día desperté y ya no era el 115. Estaba en India.
*Foto tomada en el Museo de Escher. **El texto tiene influencia de "Instantes" cuya leyenda urbana asigna autoría a Borgues y "Todos somos agua" de Yoko cuya letra recomiendo leer pero jamás se atrevan a escucharla .
0 comments